El relato de una sobreviviente de la Shoá
Etka Gertler de Ursztein era una adolescente que, como tantos otros judíos, debía enfrentar al antisemitismo que se expandía en Polonia, cuando junto a su familia fue obligada a ingresar al Gueto de Lodz. Sería tan solo el comienzo del horror, que la llevaría a recorrer campos de concentración, y perder a su padre y dos hermanos.
Luchando siempre por sobrevivir, fue liberada con su madre y su hermana del barco Cap Arcona en 1945. Llegó a la Argentina con su pequeño hijo nacido en Alemania y su esposo, también sobreviviente de Auschwitz. Formó su familia y vivió una vida plena. Pero a sus más de 80 años decidió quebrar el silencio y relatar su experiencia.
Porque sabe que, si bien recordar puede ser doloroso, es aún mayor el dolor de la indiferencia y el olvido; porque quiso dejar un legado; porque en cada testimonio hablan las víctimas, las que sobrevivieron y las que no; y porque cada palabra es una herida sin consuelo y es también un grito de justicia.
Etka, quien es socia de AMIA desde el origen de la institución, formalizando así su pertenencia comunitaria, nos hizo llegar su libro Un dolor menor es contar la verdad. A continuación compartimos un fragmento:
“El tiempo se había convertido en un enigma. Nadie sabía cuánto ni qué marcaba el almanaque. Días, horas, semanas. Era lo mismo. Era nuestro fin, nuestra terminación en cámara lenta y sin saber cuándo, con exactitud, cerraríamos los ojos para no volver a abrirlos.
Ese día escuchamos un estruendo atronador. Los alemanes nos reunieron a todas. Estábamos, la verdad, muertas… Dormíamos, comíamos, hablábamos sobre los muertos. No entiendo aún cómo, después de haber caminado sobre cadáveres, estoy sentada aquí, ahora, en el living de mi casa, contando todo esto. Creo que hacerlo ayuda, hasta a mí misma, a creer que haya sucedido.
¿Cómo puede suceder que un ser humano, después de haber habitado, literalmente, sobre muertos aún continúe vivo?
El estruendo pertenecía a las tropas del Ejército Ruso, que marchaban cada vez más cerca. La liberación de Sttuthof se llevó a cabo a fines de abril de 1945. Lo primero que bombardearon fue el cementerio y las cámaras de gas, que tenían capacidad de matar a 150 personas por vez. Pero ninguna de nosotras llegó a saberlo.
Ni siquiera sabíamos que el fin de la guerra se acercaba. No sabíamos del avance de los norteamericanos ni que apenas un mes y unos días después, el 6 de junio de 1944, las fuerzas aliadas desembarcarían en Normandía, en la costa francesa, para iniciar desde allí la liberación progresiva de los territorios ocupados por los nazis. El comienzo del fin para su sangriento dominio.
Pero, como deseaban evitar que los rusos o los aliados encontraran a todos esos prisioneros como muertos en vida, convertidos en espantosos rastros aún vivientes erigidos en evidencia de las atrocidades que habían cometido, decidieron trasladarnos, aplicando la misma política en toda Europa: borrar todas las huellas del desastre. Y, si las circunstancias aún lo permitían, seguir obteniendo beneficios de la explotación de mano de obra esclava hasta el mismo final, aunque ya nadie podía siquiera levantar su brazo para tocar su propia cabeza.
Al escuchar el amenazante trueno del bombardeo miré a mi madre y a mi hermana, y les dije, con un hilo de voz: Dios me libre, nos van a matar a todos. Quisiera vivir un día más para contar mi historia y ¿sabés para qué? Para comer un pedazo de pan con arenque. Mamá, ella era tan dulce, riendo, me respondió: Vas a ver, Dios nos va a dar vida. Mientra haya sangre fluyendo por una vena, hay esperanza”.